lunes, 28 de diciembre de 2009

La perspectiva tecnocrática positivista:





«La escuela se piensa alejada de esa realidad de conflicto y lucha que supone la existencia de los distintos intereses que defienden las diversas clases y grupos sociales» (Torres, 1991ª, p. 53).

Tanto en el conjunto de la sociedad en general como en el sistema educativo en particular, predomina la concepción tradicional, tecnocrática y conservadora del conflicto; aquella que lo califica como algo negativo, no deseable, sinónimo de violencia, disfunción o patología y, en consecuencia, como una situación que hay que corregir, y, sobre todo, evitar.
Para los defensores de esta perspectiva, una sociedad modélica sería aquella en la que no existiesen conflictos, de tal forma que, la «asunción ideológica básica del conflicto, y especialmente el conflicto social, no es un rasgo esencial de la red de relaciones sociales a la que llamamos sociedad» (Dahrendorf, 1968, p. 112).
Esta concepción negativa dominante de la naturaleza y de los usos del conflicto afecta todos sus ámbitos. En la enseñanza y en los materiales curriculares, el conflicto o bien se presenta de forma negativa, o bien se soslaya; el currículo transmite una visión de la realidad «aconflictiva».
Las teorías clásicas acerca de la organización escolar, como, por ejemplo, las denominadas «teorías de la dirección», las «teorías funcionalistas», la «teoría de sistemas», etc., o bien omiten cualquier referencia al conflicto, o bien lo caracterizan como una desviación, algo disfuncional, patológico y aberrante: «Se resalta que hay que remediar o dirigir el conflicto, tratándolo como si fuese una enfermedad que invade y corroe el cuerpo de la organización. Desde esta visión tradicional, «la gestión de la escuela sólo será estable, facilitada y facilitadora, cuando sea posible prever y minimizar los conflictos» (Britto, 1991, p. 26).
El conflicto es considerado como un «elemento que acaba por perjudicar gravemente el normal funcionamiento de la organización. Labor del director será, pues, analizar las causas de los conflictos para evitar que se produzcan. Por ello, en la eficacia de un buen directivo se debe contemplar, de forma prioritaria, su mayor o menor competencia para evitar el conflicto en la organización. Un ejemplo de ello lo encontramos en Isaacs: «La actuación pronta de los directivos en estas cuestiones debe evitar las situaciones en que exista una auténtica lucha de poder que requiere la intervención de una tercera persona. Si no intervienen a tiempo, el antagonismo puede recrudecerse. Luego vienen las presiones para apoyar a un grupo u otro. Surgen unos líderes y se deja de buscar un término medio. En resumen, conviene evitar a toda costa estas situaciones, porque aunque se resuelva el problema eventualmente, deja recuerdos que son difíciles de borrar» (Isaacs, 1991, pp. 261-262).



CARACTERÍSTICAS

Característica distintiva de esta racionalidad es el culto a la eficacia en la gestión de la escuela; eficacia que se configura como algo objetivo, neutral, técnico y absoluto sobre lo que no cabe preguntarse para qué o para quién resulta eficaz. Todo aquello que no tenga que ver con la eficacia se considera irrelevante. Por ello, sobre este objetivo se articula la organización del centro, convirtiéndose así en el único criterio, o en el referente principal para la toma de decisiones. En esta consideración de la eficacia interviene el conflicto como variable fundamental, por cuanto aquélla se relaciona con un bajo o nulo nivel de conflictividad. Los conflictos se consideran como elementos perturbadores de la consecución de esa eficacia. Controlar la aparición del conflicto, y, en su caso, eliminar su gestación no son sinónimos de sometimiento y control, sino también de eficacia en la conducción de la organización por parte de la jerarquía.

Otra característica de esta racionalidad es el papel que juega el conflicto en la relación entre la teoría y la práctica. El conflicto se produce en la práctica por una mala planificación o por una falta de previsión. El conflicto, por lo tanto, siempre será un problema teórico en el que habrá que tomar las medidas correctoras para resolver «la disfunción» que los prácticos deberán ejecutar.


Como tercera característica de esta racionalidad tendríamos la neutralidad.Esta obsesión reduce todo tipo de problemas y la toma de decisiones a una mera apuesta técnica, de tal forma que si no es posible integrar algún conflicto desde esta perspectiva de control, se estigmatiza como ideológico-político y se separa rígidamente lo que son hechos de lo que son valores. La lucha ideológica hará que, desde la perspectiva tecnocrática, se presente a la persona o al grupo de personas que se caractericen por plantear cualquier tipo de conflicto o desacuerdo como persona o grupo «conflictivo», en un sentido peyorativo y descalificador (Jares, 1990).

Para terminar podemos puntualizar la forma más reciente de negar el conflicto, consistente en presentar la organización escolar y las políticas educativas que a ella afectan desde intereses y presupuestos comunes, consensuados y desligados de todo tipo de procesos conflictivos. De esta forma, el consenso pierde sus genuinas características positivas como método de resolución de conflictos y se convierte en una sutil forma de ocultarlos a través de un pretendido «discurso panacea» que nos concita a la unanimidad, a la identidad de intereses, a la no disputa, etc. Se trata de silenciar los conflictos y la diversidad de intereses y perspectivas para imponer una determinada concepción de la organización escolar, en particular, y de la política educativa, en general.



El conflicto es necesario para la vida, en general, y para el desarrollo organizativo de los centros educativos, en particular. Además, el conflicto no sólo es una realidad y un hecho más o menos cotidiano en las organizaciones, sino que también exige afrontarlo como un valor, «pues el conflicto y las posiciones discrepantes pueden y deben generar debate y servir de base para la crítica pedagógica, y, por supuesto, como una esfera de lucha ideológica y articulación de prácticas sociales y educativas liberadoras» (Escudero, 1992, p. 27).












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